Una de las cosas que más admiré de Fernando González Gortázar es su irreverencia, a la que cultivó con verdadero empeño, como una de las formas más aguzadas de la inteligencia, como una forma de rebeldía, como un bastión de libertad. Y es que la irreverencia de Fernando nace de la conjunción entre su admirable talento para todo lo que le interesa y su acusado sentido del humor y del cinismo. Otra singularidad del personaje fue que esta irreverencia la llevó a su producción artística, a veces de manera sutil y soterrada, a veces de manera evidente. Y algunas de sus célebres irreverencias resultaron en logradísimos proyectos, es más creo que todos sus trabajos han sido, en mayor medida motivados por la irreverencia como una de sus fuerzas motoras, la otra sin duda es el amor y la pasión que deviene.
Fernando fue un ser turbulento, así en sus odios como en sus amores, nada más lejano de él que el atole en las venas o el sueño de los justos, y esto se nota también en los libros; sus textos son todo menos tibios, menos políticamente correctos, lo que escribió siempre estuvo motivado por la indignación o por el amor, siempre destiló bilis o ardía en llamaradas. Pero eso no le resta valor, al contrario, siempre se descubre al ser humano que empuño esas letras que urdió esas batallas y es que Fernando no pretendía la objetividad, como no buscaba verdades, sabía que sólo los objetos son objetivos, los sujetos siempre seremos subjetivos, así sus denuncias, así sus afectos, así sus emociones son las que asoman, las que mejor lo representan.
Sabía también Fernando que solo se puede amar a fondo lo que se conoce a fondo y el sólo quiso y pudo crear desde ese conocimiento impregnado de pasión, por eso fue siempre polémico en lo que hizo como arquitecto y escultor y en lo que escribió, porque el filtro de la razón nunca fue tan cerrado como el aluvión de sus pasiones. Fue un hombre que vivió y se solazaba en la contradicción sin complacencias, que tenía claro que la complejidad era su hábitat.
Otro de sus motores fundamentales fue el erotismo que recorre toda su vida, su trabajo y su pensamiento. El erotismo y su hermosa dosis de ternura, de amor, de sensualidad, de entrega, de comprensión, de tiempo, de ritmos y pausas, de caricia, de pasión.
Cuando estamos ante la obra o frente a las fotografías, planos, dibujos y esculturas de Fernando González Gortázar, nos acometen las dudas. Quizá una de las primeras preguntas que nos hacemos es por el territorio en que el artista se sentía más a sus anchas. Si fue la escultura o la arquitectura su hábitat natural. La respuesta que parece más sensata es, sin embargo, una paradoja: el límite fue su dominio. La obra de Fernando González Gortázar se ubica entre la tirantez que definía sus afanes. Y no sólo la tensión, ya de por sí compleja, entre lo escultórico y lo arquitectónico, donde parecería que la escultura actúa como vanguardia de experimentaciones conceptuales y formales que luego encontrarán en la arquitectura un lenguaje espacial.
Su hacer se solidificó en el acertado equilibrio de las tensiones que su ser generaba. Sus utopías de humano empeñado en un mundo más justo, más solidario y más sustentable buscaron, por medio de la belleza una expresión concreta, y esto genera desasosiego. Pongo dos ejemplos: a quien, que no fuera un insumiso y contestatario, se le podría ocurrir proponer como símbolo de ingreso a un edificio de la Policía (la muy temida Policía mexicana) una gran pérgola con forma de hoja ondulante que Fernando Huici define de la siguiente manera: “La serpenteante modulación de una pérgola puede fluir como las ondas de un arroyo o germinar como el lanceado haz de la hoja de la palma”. Es lo que González Gortázar propuso, convenció y realizó para el singular Centro de Seguridad Pública de Guadalajara, México. Y esto claro está, generó una gran polémica con quienes están acostumbrados a que este tipo de edificios sean la imagen del terror. O en la arrebatadora obra El “Paseo de los Duendes”, en San Pedro Garza García, donde insólitamente es el peatón y la naturaleza quienes ganan la partida a los coches.
Pero es que Fernando González Gortázar se movía, además, entre sus propias tensiones. Sus obras primeras inician de la mano de una coherente e intrépida geometría de las formas puras, en una abstracción que encuentra en los volúmenes severos su remanso. Como en el Edificio San Pedro, donde el relieve de Luis Tomasello acentúa esta imagen. Pero inconformista y experimental, su espíritu desaforado lo llevará a encontrar en la sensualidad de las formas ondulantes su propuesta más lucida; de lucidez y de luz.
Es a partir de esta geometría gozosa que el resplandor será más que nunca su aliado, y que González Gortázar conquistó una libertad reposada y repensada, no gratuita, sino afincada en conceptualizaciones donde la turbulencia acecha. A veces parecería como si un extraño y benigno virus se hubiera apoderado de sus trabajos y a sus contornos puros les empezaran a nacer excrecencias perturbadoras que terminaran por ganarle la partida a la antigua geometría. Es como si esas de–formaciones re–formaran su lenguaje instalándolo en una nueva procreación creativa.
Existen también en su obra tiranteces mágicas entre el delirio y la realidad; y es que resulta sugestivo el que no existe una notable diferencia (que no sea por referentes del contexto) entre las fotografías de sus maquetas y las de sus obras construidas: ambas son inauditas, como sacadas de un libro de asombrosas maravillas de la naturaleza o de un manual de inmateriales formaciones alegóricas. ¿Cómo pudo haber sido construido algo tan ilusorio como la Fuente de las Escaleras de Fuenlabrada, Madrid, o el Museo del Pueblo Maya en Dzibilchaltún, México, y quien nos dice que la Plaza de la Fundación o The Texas Mountains sólo quedaron en la ilusión? Son ensoñaciones que nos despiertan a una realidad que creíamos abandonada, que creíamos propia de las mitologías antiguas y de los esplendores clásicos.
Y la tensión no nos abandona, el artista se tensa casi hasta romperse entre el hacer arquitectura y escultura, y el hacer ciudad; pero serán el placer y el amor, una vez más, quienes nos rediman. En palabras del mismo González Gortázar: “Propiciar el que entre la ciudad y el ciudadano se establezca una relación erotizada, es decir basada en el sentido de pertenencia mutua, en el placer y en el amor. La escultura urbana está allí para eso y para muchas otras cosas: puede y debe ayudar a que lo tan urgente y necesario, se vuelva también posible”. Y es que hacer ciudad también significa hacer ciudadanía; es necesario que sea devuelto el sentido original del espacio público, que sea la casa de todos, que vuelva a ser el escenario de las múltiples representaciones que el ser social hace de sí mismo. La ciudad como el teatro abierto donde el individuo se da a los demás y en donde “los otros” se manifiestan igualmente.
Pero existe también la zozobra que nos causa la habilidad con que el artista transitó entre el orden y el caos; como un espejo condensador de la sociedad actual, como la perpetua unidad entre estructura y ruptura. Y otra más, una tensión provocada desde el vientre mismo del autor, entre la violencia y la ternura, entre el grito doloroso que se rebela y nos revela y el requiebro amoroso con que lo depositó ante nuestros ojos en forma de un elocuente sueño fraguado.
Fernando fue un hombre original como artista y como pensador y nos deja su vastísima producción en tan diversos ámbitos como registros necesarios de los talentos de este ilustre personaje y que sirven más que nada para acercarnos a un hombre de múltiples facetas, pero de una sola pieza, a un admirable, respetado y entrañable ser que ha dejado su luz entre todos nosotros.
Además, y esto nunca está de más, fue Fernando González Gortázar un hombre sabio y generoso. Excelso conversador que aún creía en la palabra, in Xochitl in cuícatl, en la flor y el canto. Un hombre bueno y terrible, capaz de obsequiar a cualquiera su saber de la manera más espontánea, de dar luchas a muerte a favor de la ciudad de sus amores, de las ciudades en general, pero un iracundo intolerante con el poder y sus abusos. Un hombre que se sirvió del ensayo periodístico para refrendar sus convicciones a favor de los eternos olvidados y de la naturaleza pisoteada, que desde su sitial privilegiado de intelectual y artista jamás transigió, jamás fue doblegado y jamás estuvo al servicio de algo que no fueran sus utopías y sus lealtades.